Manuel Hernández: la sublimación del signo

El pintor bogotano, pionero de la pintura abstracta en el país, murió ayer, a los 85 años.
Octubre 02 de 2014 Tomado de Periódico El Tiempo

La muerte del maestro Manuel Hernández priva al país de uno de los artistas de raciocinios más contundentes y de más amplios alcances a lo largo de su historia.

La obra de Manuel Hernández ha sido calificada
con los adjetivos de abstracción lírica,
emocional y simbólica. Su pintura salió
airosa de cada innovación.
Rodrigo Sepúlveda / EL TIEMPO
El logro de su producción, no solo como una propuesta estética particular y trascendente, sino en lo relativo a la transmisión de los conceptos que le dieron origen, a la libertad con la que confrontó el arte en relación con los pronunciamientos de la crítica, y a los copiosos frutos de su ejemplo y de sus enseñanzas, le han deparado un puesto de primera línea, no solo en su país, sino internacionalmente.

Durante su época de estudiante en Colombia y en Chile en los años cuarenta, Hernández dio claras muestras de su talento, no siendo extraño que su obra hubiera encontrado una rápida aceptación en el medio colombiano al iniciarse la década siguiente. En esos años practicaba una pintura figurativa moderadamente expresionista, la cual le deparó no pocas distinciones, entre ellas el primer premio del Salón de Artistas Nacionales, el más importante de los reconocimientos otorgados en el país en el área de la plástica.

Pero Hernández no estaba satisfecho con la aceptación de que gozó su producción en ese lapso. En su fuero interno sabía que no había logrado lo que se había propuesto: la originalidad, un estilo pictórico propio, es de-cir, las metas que, como buen artista moderno, había vislumbrado para su producción. En consecuencia, al iniciarse la década de los sesenta viajó a Italia a continuar sus estudios y a cumplir con un ritual que era imperativo para los artistas latinoamericanos de su época: “visitar los museos y experimentar la historia del arte occidental en carne propia”.

En Europa, bajo el influjo de la Escuela de París, decidió revisar sus argumentos y darle un vuelco a su trabajo liberando sus impulsos expresivos y otorgándole a la pintura la autonomía que le habían concedido los planteamientos modernistas. Se unió al propósito de artistas de distinta procedencia en el ideal de encontrar un lenguaje universal capaz de lograr el entendimiento entre los hombres, y se acogió de lleno a la abstracción, viajando posteriormente a Nueva York, con el propósito de afinar, de depurar lo que empezaba a perfilarse como los cimientos sobre los cuales decantaría los valores de lo que hoy se reconoce como una de las obras más logradas e influyentes del arte moderno latinoamericano.

Esta obra se vio en la exposición
‘La evolución estética del signo’,
en el Museo de Arte Moderno de
Barranquilla, en el 2012.
Ahora bien, a Hernández le interesaron los procesos desarrollados en París y en Nueva York, pero ninguno compendiaba realmente todas sus ideas. El artista había iniciado su indagar en la abstracción, y sabía que estaba en el carril que le correspondía, pero seguía buscando su destino, explorando por una manera de pintura singular, honesta y eficaz para transmitir tanto la agudeza de su sensibilidad como sus pensamientos sobre arte.

La primera exposición que presentó en Bogotá después de ese periplo permitió comprobar plásticamente los nuevos rumbos de su producción, pero la crítica no fue entonces muy entusiasta con su obra guardando un impugnador silencio. El artista, sin embargo, dando ejemplo de una actitud independiente y honesta, continuó insistiendo en sus propósitos, haciendo claro que su meta de lograr una manera de expresión pictórica que fuera simultáneamente propia y comprensible globalmente no tenía reversa.

Al finalizar la década de los sesenta, Hernández logró la principal ambición de los artistas en ese momento: la concreción de un lenguaje particular con el cual expresar sus ideas y percepciones, y en su caso, que fuera además fiel a su certeza acerca de la capacidad de la pintura de transmitir contenidos sin tener que recurrir a la mímesis ni a la anécdota.

En sus obras de inicios de la siguiente década se pueden identificar un espacio indefinible y monocromático y unas formas centrales de co-lores contrastantes; formas que habrían de ajustarse has-ta conformar una especie de alfabeto, con el cual el artista insistiría en que la plástica latinoamericana no tenía por qué limitarse a contar las historias que en los centros del arte internacional se esperaba que contara, sino que podía ser tan intelectual y tan compleja como el arte de los países tecnológicamente más desarrollados.

Pues bien, ese alfabeto está compuesto por una serie de signos que surgen de variaciones del artista a partir de rectángulos y elipsis, pero cuyo sustento geométrico desaparecería casi de inmediato al combinarse con una fuerte dosis de automatismo y espontaneidad. La inusual simbiosis se hizo especialmente evidente en sus dibujos, una práctica artística que acompañó todos los períodos de su producción y que constituye uno de los más refinados testimonios de talento, sutileza e imaginación elaborados en Colombia a lo largo del último medio siglo.

Dichos signos que pueden describirse como óvalos y bandas un tanto irregulares y como una especie de letra ‘eme’ igualmente variable le permitieron al artista expresar no solo su visión de la función y posibilidades de la pintura, sino plantear verdades sin fisonomía, pero no por inmateriales menos reales, como suspensión, tensión, contacto, alejamiento, balance y equilibrio.

Podría decirse entonces que para inicios de los setenta Hernández había logrado gran parte de sus sueños pictóricos; pero el artista no era persona de regodearse en sus propios logros y continuaría profundizando en ellos, ampliándolos, extendiéndolos, al igual que enriqueciéndolos con nuevas consideraciones cromáticas y espaciales.

Una obra llevaba a la siguiente en una permanente floración de ideas, de oportunidades inéditas y de asociaciones inesperadas: aumentó la escala de sus pinturas, redujo el número de colores en cada obra, los matizó y los cargó de densas transparencias, las cuales le otorgaron cierta calidad atmosférica coincidente con el carácter más fluido y volátil que les había asignado a los signos. Los bordes de las for-mas se tornaron irregulares e imprecisos, permitiendo observar residuos de capas anteriores de pintura, los cuales a su vez les concedieron cierta espacialidad a los fondos, que empezaron a insinuar una profundidad radiante y cósmica.

Más adelante, Hernández experimentó con la manera de aplicación del pigmento, haciéndola más gestual y más gaseosa. También le añadió carboncillo a la pintura enriqueciendo las superficies con sutiles grafismos. En ocasiones ubicó las for-mas entre una especie de bruma que las oculta parcialmente; en otras ocasiones, signos de más aliento parecen absorber los más pequeños. Otras veces contrastó cromáticamente los signos con los fondos, y en otras oportunidades les permitió mimetizarse con ellos. Siempre, no obstante, conceptos como devenir, fluir, infinito, indefinible, inaprehensible aparecen en la mente del observador, dando una idea de la magnitud de su logro pictórico, puesto que se trata de la visualización de nociones, no solo abstractas sino incalculables y eternas.

Ahora bien, así como puede afirmarse que el artista no se repitió jamás, también puede afirmarse que su pintura no cambió nunca su marco conceptual desde que el artista cayó en cuenta de que la libertad y la particularidad que le permitía la abstracción eran lo suyo. Y esta prolongada persistencia en similares pero siempre diferentes planteamientos le permitió una permanente renovación, un continuo ahondar en lo alcanzado, en bus-ca de nuevos preconceptos para remover y de nuevos horizontes para escudriñar.

En otras palabras, la de Hernández es una pintura que si bien hace manifiesto su origen en la sensibilidad, en las facultades del sentido de la vista para implantar ideas, sentimientos y emociones, también revela una profunda fe en el hombre y sus designios, una gran confianza en los alcances del racionalismo que encauzó su evolución a través de reflexiones y de lógica, y cuya inusual combinación de mente y piel, de intelecto y percepción intuitiva, constituyen su sustento filosófico.

Mirada retrospectivamente, resulta evidente que su pintura salió airosa de cada innovación a la cual fue sometida, y que es una pintura positiva y triunfante. Su obra, más que ninguna otra, le enseñó al público colombiano a ver pintura, a pensar en los atributos de la pintura, a gozar de la pintura, puesto que en su trabajo to-dos los indicativos de calidad formal: color, textura, línea, forma y trazo, patentizan arraigadas miras de excelencia.

En los últimos años, Hernández incursionó en la escultura, solidificando sus signos y otorgándoles un peso y consistencia desconocidos, pero sin que perdieran visualmente su fluidez. Y al iniciarse el siglo XXI e irse consolidando nuevos valores a través del arte denominado contemporáneo, ya era perfectamente claro que la obra de Hernández se contaba entre la de los pocos artistas colombianos que habían previsto que el arte tomaría un rumbo más intelectual, más de reflexión, y que habían servido de enlace entre el arte de representación y el arte de signos y de ideas.

Sus aportes ensancharon los parámetros de la expresión creativa abriendo las mentes de muchos artistas posteriores, para quienes, gracias a su ejemplo, el arte dejó de ser un problema de estilos y de alegorías, para convertirse en una forma de comunicar pensamientos, actitudes y conocimientos.

"Me inspiro en las formas geométricas que reproducen una variedad de signos"
Manuel Hernández
Pintor Colombiano

"Su obra, más que ninguna otra, le enseñó al público en Colombia a ver pintura, a pensar en sus atributos y a gozar de ella"
Eduardo Serrano
Critico y Curador de Arte

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